En contados instantes, el espacio blanco, liso, triangular y recortado por tres viejas columnas de hierro está totalmente repleto de jóvenes y por un puñado de edad intermedia y algunos mayores. El clima del lugar es distendido y todo es espontáneo. Las sillas en forma de platea están agotadas, se acercan otras, se suman banquetas, almohadones y al mismo tiempo se palpa un clima de amistad, confianza y de unidad espiritual.
Aparece Garth Knox con su viola y arco, roja y elegante camisa y pantalón negro. Su contagiosa simpatía y su español a medias son el prólogo de una experiencia musical tan sorprendente como aleccionadora. Anuncia la composición de Ligeti, una sonata, pero sólo el primero y último movimiento y el efecto de un matiz purísimo y la voz aterciopelada del noble instrumento provocan un placer desconocido.
La sorpresa continúa hasta que la obra concluye con un estudio de la disolución del sonido que sólo un talento como el creador de origen húngaro es capaz de lograr. Knox informa que la obra de Xenakis es un ejemplo claro del concepto de un talento que no abandona su condición de arquitecto y busca en «Embellie», para viola sola, escuchar las densidades del sonido puro, las rectas y líneas infinitas fuertes, así como las rugosidades extremas y la armonía aguda como un silbido; es una manifestación estética que logra conmover por su originalidad y transparencia.
Cuando nos dice Knox que Igor Stravinski en su «Elegie» concibe un estado de religiosidad como en un pequeño réquiem no sorprende, porque se trata de uno de los grandes talentos de la historia de la música, pero son la dulzura del sonido, el canto anhelante y la estructura de la composición con tres partes como paneles sonoros los motivos que nos inducen a meditar sobre el estado de ánimo que nos embarga frente a la música contemporánea ¿contemporánea?, ¡no!, ya es el pasado, porque Ligeti tiene reservado el honor de figurar entre los grandes de la música, en tanto que Xenakis y Stravinski fallecieron en 2001 y 1971, respectivamente, y nosotros los frecuentamos muy poco. Una verdadera actitud de dejadez y abandono.
Por fin, llega la composición del mismo Knox y aparece el violonchelo, que se integra con la viola. Es una obra donde se ejemplifican las tres maneras de tocar sobre las cuerdas, primero con los sonidos armónicos que alcanzan agudos extremos, luego la liviandad, lo imperceptible y al final el toque sin arco, con los dedos en mil formas. La creación nos cautiva por su agradable variedad de matices y ritmos. Y el virtuosismo del violista es secundado con seguridad y excelente sonido por Marín Devoto, porque el violonchelo secunda y se amalgama para lograr una atmósfera encantadora. De ahí el júbilo y el placer de haber penetrado en un mundo que no puede continuar ignorado.
Una hora en un instante
Entonces, se medita sobre los motivos de tanto interés y agrado. Las razones de una hora de música que parecieron apenas unos instantes. Es el lugar y su estética acorde con el lenguaje musical. ¿No será que la música que fue contemporánea y ya es casi del pasado inmediato no tuvo su ámbito adecuado? ¿Habrá una relación entre el rechazo y el escenario utilizado? ¿No ha sido un motivo de retraso en lograr el reconocimiento de las auténticas obras de arte, el ofrecer lo nuevo en lugares que son símbolos de un pasado social y estético determinado?
Y en la segunda parte acontece algo parecido, aunque los autores elegidos son los verdaderos contemporáneos y aún más complejos para plasmar ideas sin imitar nada, como Alain Savourey, que a la viola sumó la grabación de los ruidos en su casa, o la composición de tres nocturnos del italiano Salvatore Sciarrino (1947), que nos deja escuchar, a partir de la aplicación de todos los recursos técnicos de la ejecución, efectos para imaginar estrellas, la noche y el viento. De más está decir que Knox hace gala de una calidad de ejecutante superlativa, basada en una escuela de arco impecable, sonido voluminoso y musicalidad sin mácula.
Es ahí donde nace la evidencia de que la viola se eleva y renace. Encuentra un repertorio para nueva vida, para salir de la condena de «estar en el medio de», y poder así volver a ser, como en el pasado, un instrumento musical indispensable, hermoso, cautivante y protagonista. Y al final del programa se escucha del creador francés Gérard Grisey (1946) un intento de descripción de un viaje de la armonía en un recorrido donde no falta el latido del corazón y que llega al ruido para retornar de un modo circular a la placidez y el equilibrio. Pero sabemos que eso es relativo con una música tan abstracta e impoluta.
Y estalla la ovación enfervorizada, entusiasta al punto que Knox agrega otra experiencia significativa; «Tango», de Hans Werner Henze, el compositor alemán naturalizado italiano que asimismo integra la lista de los grandes creadores de nuestro tiempo y que también merece ser conocido. El aplauso fue sostenido y cálido. Pero con simpatía, el músico británico apareció sin su viola y con un gesto elocuente cerró una noche sumamente instructiva sobre la música actual, el futuro y los méritos de un notable concertista.
JUAN CARLOS MONTERO
source : la Nacion